El año 1991 estaba llamado a ser, en la lógica de los hechos, el del definitivo estallido. Se iniciaba con un golpe de mano del presidente Tudjman en Croacia, que en enero creaba el Consejo de la Defensa Nacional, institución que equivalía a la ruptura de la unidas de las fuerzas armadas yugoslavas, con la formación de una fuerza paramilitar de carácter nacional. Pocos días después, el 20 de enero, el representante de Croacia en la presidencia colectiva de Yugoslavia, Stjepan Mesic, daba su particular explicación de lo ocurrido. Según él, Croacia, pese a ser parte de Yugoslavia, tenía derecho a formar una fuerza armada propia equivalente a la policía federal, algo que él no consideraba paramilitar. La trascendencia de este momento debe ser destacada, puesto que, cuando se inicie la guerra en Croacia, la consigna mediática internacional hablará de los croatas desarmados frente a la agresión serbia. Antes al contrario, Croacia estaba bien preparada para la guerra, y estaba dando todos los pasos necesarios, incluidos los pasos militares.
Los acontecimientos continuaban en un crescendo imparable. Destacaremos sólo algunos, pues nos desbordaría el relato de todos. Podemos hablar, como momento destacado, de la reunión de los presidentes de Macedonia (Gligorov) y Bosnia (Itzebegovic) en Sarajevo, el 30 de enero de este año 1991. Un encuentro importante porque, entre otras cosas, parecía mostrar la intención de ambas repúblicas de permanecer como parte integrante de Yugoslavia. Así, tras la reunión se difundió un comunicado a la prensa, en el que ambos dirigentes proponían una recomposición de las relaciones dentro de la estructura federal. La propuesta era importante porque no pretendía una alternativa confederal que podría dar paso a la separación definitiva. Una voluntad de continuidad para Yugoslavia con la que parecía coincidir entonces la comunidad internacional, con Estados Unidos a la cabeza.
Sin embargo, Croacia y Eslovenia, estimulados por Alemania, jugaban sus cartas y formulaban un escenario que excluía por completo la permanencia en Yugoslavia. En aquel momento crítico, el Consejo de Europa no supo estar a la altura de las circunstancias: a través de una delegación que visitó Yugoslavia el 6 de febrero, se exigió, como condición previa al ingreso de Yugoslavia en el Consejo, la organización de unas elecciones libres para el parlamento federal. Dicha exigencia mostraba la incompetencia europea, pues en aquel momento, aparte de las dificultades para organizar unas elecciones que tuviesen el aprobado europeo, los comicios federales no tenían ningún atractivo para unas repúblicas que ya habían formado sus propios parlamentos. Europa insistía en cerrar a Yugoslavia unas puertas que nunca más podría abrir.
No obstante, la Comunidad Europea decidía apoyar en sus declaraciones la continuidad de Yugoslavia, y así el 26 de marzo afirmaba que “una Yugoslavia unida y democrática es la única verdadera oportunidad para su integración en la nueva Europa”, al tiempo que estimulaba, no con mucho empeño, las vías negociadas. El 28 de marzo tenía lugar una reunión en el puerto croata de Split entre los presidentes de las repúblicas yugoslavas. Era la primera de una larga lista de reuniones inútiles que no dieron ningún resultado, y sólo demoraron un tiempo lo que parecía inevitable. De hecho, la opinión pública yugoslava parecía más preocupada por el gasto que suponían dichos encuentros, que por la posibilidad de que algo saliera de ellos.
En la segunda de esas reuniones, celebrada en Belgrado el 4 de abril, Slobodan Milosevic presentó una proposición sobre el futuro de la “comunidad económica yugoslava”, que fue rechazada, como muchas otras propuestas que tendrían la misma suerte, mientras las reuniones se sucedían y los anfitriones se turnaban. Algo más provechosas fueron las reuniones bilaterales entre presidentes, pero no consiguieron mucho más que desgastar la paciencia, las ideas y las esperanzas de la población. Se habían dado ya demasiados pasos hacia la ruptura, y parecía difícil conciliar las dos posturas antagónicas: quienes querían mantener la unidad del país costase lo que costase, y los que buscaban romperlo sin reparar en el coste.
Los primeros incidentes armados serios en Croacia no tardaron en llegar; especialmente después de que el parlamento de Krajina -que Croacia no reconocía- tomase la decisión de seguir formando parte de Yugoslavia, y por tanto aplicar en su territorio las leyes federales vigentes. Estos primeros incidentes, repetidos a lo largo de 1991, seguían un desarrollo similar: la policía especial croata, identificada con las insignias de la II Guerra Mundial -con lo que eso suponía emocionalmente para los serbios-, atacaba los puestos de policía local de Krajina. La policía local, formada en su mayor parte por serbios, no dudaba en responder a las agresiones.
Los conflictos se sucedieron en Plitvice, Ogulin y, más fuertemente, en Borovo Selo el 2 de mayo. Un día después de este último suceso, la población croata se manifestó en la ciudad de Zadar. Las manifestaciones terminaron con la destrucción de locales y viviendas de los serbios residentes en la ciudad. Un clima de confrontación que era alentado por el presidente Tudjman, que el 5 de mayo, en su visita a Trogir, llamaba a los ciudadanos de Croacia a enfrentarse al Ejército Federal. Una provocación que no fue muy destacada por sus cada vez más aliados de Occidente.
Los croatas siguieron de inmediato las palabra de su presidente. En Split, un día después de las declaraciones de Tudjman, se organizaron manifestaciones violentas contra el Ejército Federal, que se saldaron con un soldado muerto y varios heridos. Sería interesante recurrir a las hemerotecas para ver cómo fueron tratados esos actos por unos medios de comunicación que ya iban creando la figura del pueblo “oprimido”.
En el mes siguiente, las declaraciones de europeos y norteamericanos parecían moverse todavía en la prudencia. La OSCE, entonces llamada CSCE (Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa), afirmaba en la reunión de su Consejo de Ministros (Berlín, 19 de junio) su apoyo a “el desarrollo democrático, la unidad e integridad territorial (de Yugoslavia), basada en las reformas económicas, la plena aplicación de los derechos humanos en todas las partes, incluidos los derechos de las minorías, y sobre todo la solución pacífica de la crisis actual”. Quién podía sospechar entonces que las repúblicas secesionistas de Eslovenia y Croacia serían reconocidas casi unánimemente apenas proclamaran su independencia.
Quién podía sospecharlo cuando por aquellas fechas el secretario de Estado norteamericano, James Baker, visitaba Yugoslavia (21 de junio) y declaraba que “Estados Unidos apoya una Yugoslavia unida y democrática cuyo futuro tiene que ser resuelto negociando. Estados Unidos no va a reconocer decisiones secesionistas tomadas unilateralmente (el subrayado es nuestro)”. El cinismo de Baker y de Estados Unidos queda más que demostrado.
Mientras estas declaraciones de buena voluntad de los “amigos occidentales” se producían, en junio, los acontecimientos en Yugoslavia ya estaban fuera de control. Pocos días después de la visita de Baker, el 27 de junio, se iniciaba en Eslovenia la llamada “guerra de las fronteras”.
El origen del conflicto estaba en la decisión unilateral de las autoridades eslovenas de expulsar a los funcionarios federales de los pasos fronterizos con Austria, Italia y Hungría; pasos que fueron declarados como fronteras pertenecientes a Eslovenia. Hay que señalar que a través de esos puestos circulaba más del 75% del comercio exterior yugoslavo. Además, sobra decir que estas fronteras estaban confirmadas internacionalmente como fronteras de la República Socialista Federal de Yugoslavia.
La decisión eslovena fue rápidamente declarada ilegal por el gobierno federal, entonces presidido por el croata Ante Markovic, que envió al Ejército Federal a recuperar las fronteras internacionales de Yugoslavia. Una decisión lógica desde todos los puntos de vista. Ningún país toleraría la pérdida de control de sus fronteras por una decisión así.
De cualquier forma, no se trataba de ninguna “agresión serbia contra Eslovenia”, como fue calificada la acción por los medios occidentales. No se trató de una agresión serbia porque el ejército fue enviado por el gobierno federal de todos los yugoslavos, cuyo presidente, como hemos dicho, era un croata, Markovic, y cuyo vicepresidente, y ministro de Asuntos Exteriores, era otro croata, Budimir Loncar. Además, en el propio ejército la estructura étnica de los puestos de alto mando era similar a la del resto de instituciones federales, con presencia de todas las nacionalidades. De hecho, el jefe del Estado Mayor era el general croata Veljko Kadijevic, y el jefe de las Fuerzas Aéreas era también croata, el general Tus, que poco después abandonaba su puesto para pasarse al bando secesionista croata.
Hablando del Ejército Federal, convendría insistir en desmitificar la “agresión serbia” desde el conocimiento de su estructura y funcionamiento. Si bien la mayoría de los soldados eran serbios -algo normal, puesto que la mitad de la población yugoslava era serbia-, los miembros de otros pueblos yugoslavos tenían fuerte presencia, como hemos visto, en los puestos de mando superiores. Se debía a que, en el Estado Mayor y en otros cargos de alta responsabilidad, el primer criterio de asignación era la alternancia, que permitía evitar el dominio de un pueblo sobre otro.
Pero volvamos sobre el episodio esloveno, que debe ser observado en su totalidad para entender lo que realmente ocurrió. Las tropas federales se dirigieron directamente hacia las fronteras, y en ningún momento intentaron entrar en alguna de las capitales eslovenas. El gobierno secesionista estaba informado, por el gobierno federal, de las rutas que las tropas utilizarían, precisamente para evitar enfrentamientos o reacciones de pánico de la población. En ningún momento, y bajo ningún concepto, el ejército intentó influir en las decisiones internas de Eslovenia, pese a la actitud de esta república. Ni siquiera se propuso arrestar a los responsables de una decisión ilegal como la adoptada. Únicamente se intentaba proteger intereses fundamentales del resto de repúblicas que todavía formaban parte de Yugoslavia, y que se verían afectadas por la pérdida de unos pasos fronterizos vitales para el comercio.
Sin embargo, el desconocimiento sobre lo ocurrido en la “guerra de las fronteras” ha permitido que triunfen interpretaciones mentirosas, cuando no ridículas. Es el caso de la versión ofrecida por el presidente del gobierno esloveno, Janez Drnovsek, en un reciente libro. Según la máxima autoridad del país, en aquellos días tuvo lugar una enorme agresión contra un pueblo soberano, como continuación de un pasado de opresión. No explica el preclaro político cómo es posible que Eslovenia, tan oprimida como estaba, fuese la república más desarrollada de la antigua Yugoslavia, con gran diferencia sobre el resto, lo que le permitió su mayor acercamiento al mercado europeo, fundamental a la hora de la independencia.
Cómo se explica, igualmente, que la muy desarrollada Eslovenia fuese un territorio étnicamente homogéneo, sin ninguna minoría importante en su interior, a pesar de que, como lo demuestran los ejemplos de Cataluña o el País Vasco, la prosperidad va acompañada de la inmigración de mano de obra de las zonas más desfavorecidas del estado. La respuesta, en Eslovenia, es sencilla a la vez que dura: durante todo el período que sigue a la II Guerra Mundial, Eslovenia llevó a cabo lo que puede ser calificado de “limpieza étnica de baja intensidad” contra todos los inmigrantes presentes en su territorio, en su mayor parte bosnios. No les era permitido empadronarse ni cualquier otra forma de demostrar su estancia en la república. Muchos obreros de otras zonas de Yugoslavia pasaban varios años trabajando en Eslovenia, sin que pudiesen fijar su residencia definitiva allí, ni traer a su familia. De hecho, muchos tuvieron y tienen -más si cabe después de lo ocurrido- enormes dificultades para percibir sus derechos sociales generados con el trabajo.
Sería igualmente interesante que el presidente del gobierno esloveno explicase a qué se debió que todas las víctimas de la “agresión serbia contra Eslovenia” fueran miembros del Ejército Federal, mientras que la defensa territorial eslovena no tuvo bajas. La respuesta es que no se trataba de un pueblo indefenso y pacífico. En una entrevista concedida a la televisión estatal eslovena en julio de 1999, el entonces comandante de la brigada “Moris”, Anton Kirkovic, ha declarado que “Eslovenia se separó de Yugoslavia combinando métodos políticos y militares”. Añade Kirkovic que “la formación de las fuerzas armadas para la protección de la separación eslovena empezó durante el verano de 1990, cuando llegaron a Eslovenia las primeras partidas de armamento ligero. Se trataba de los famosos rifles SAR-80, procedentes de Singapur, y transportados ilegalmente desde el puerto de Koper. Ese mismo otoño ya teníamos 20.000 soldados armados y entrenados”.
En esa misma entrevista, por cierto, se afirma que el presidente bosnio Alija Itzebegovic, en junio de 1991 -casi un año antes del inicio de la guerra en Bosnia-, pidió ayuda y armas de Eslovenia; ayuda que le fue concedida. Palau menciona en su obra una entrevista con Milan Kucan, presidente de Eslovenia, que con motivo del quinto aniversario de la independencia declaró que “Eslovenia se armaba desde antes de 1990”, añadiendo que “la Unión Europea jugó un gran papel a la hora de hacer posible la ruptura de Yugoslavia”.
Gracias a la buena imagen de la que Eslovenia ha gozado en los media occidentales, los hechos reales fueron convenientemente distorsionados. La realidad no fue contada: la defensa territorial eslovena, que no surgió espontáneamente, sino que como hemos visto se preparaba desde años anteriores, atacó a las tropas federales en su camino hacia las fronteras, en los pueblos de Ormoz y Jezersko. Al mismo tiempo, en una acción claramente organizada y premeditada, atacaron puestos militares federales en los pasos fronterizos, y cuarteles. Sin embargo, ha permanecido la imagen interesada de la agresión contra Eslovenia.
El conflicto de Eslovenia, también llamado “Guerra de los siete días”, concluyó cuando se adoptó la decisión de retirar al Ejército Federal de la república secesionista, el 18 de julio. Antes de la retirada, y después de la misma, se seguía buscando una solución pacífica al problema. Pero esa retirada significaba, en la práctica, la independencia efectiva de Eslovenia, y una clara señal para las demás repúblicas: el mejor camino para independizarse era la creación de un conflicto. Esta era la enseñanza de la experiencia eslovena, que fue bien aprendida por los secesionistas croatas.
martes, 16 de junio de 2009
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